Una pell molt fina, amb aigües en revolta, tot
just el cobria. Aquell llibre tenia almenys vint anys. El vestit se li havia
fet petit. Vaig obrir-lo. L’anava fullejant com si anés obrint portes d’un
llarg passadís, que em portava als misteris del seu contingut.
Qualques fulles tenien la verola. Quan els llibres
no són llegits pels homes, ho són per uns cuquets que no en tenien prou amb
llegir, sinó que es mengen el paper.
Molts dels nostres intel·lectuals els haurien
d’imitar. Així justificarien les indigestions de lletres de motllo.
Prop de la fi, vaig trobar-hi una flor. Glop de
llet entre la negror de les ratlles. Era una hòstia beneïda per la paraula
eterna. Les fulles del llibre tenien necessitat de lletres per a enraonar-me.
Les fulles de la flor eren més explícites amb llur blancor.
Aquella flor va parlar-me d’una nit tèbia; d’un
ball de festa major; d’un passeig llarg, molt llarg; d’una porta en tenebres;
d’uns cabells rossos o negres; d’uns ulls prometedors o burlets; d’unes rialles
nervioses o hipòcrites; d’unes mans tremoloses…; en fí, d’una il·lusió
Compreu llibres vells; potser, com jo, hi trobareu
una flor blanca, potser us dirà altres coses; però us farà somniar”,
“Un llibre vell i una flor”, de Jaume Prats i
Armenteras, diari El Poble, núm. 337, maig 1933.
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“ Salió mi hombre con su libro – es decir, él era del libro, y no el libro de él – para ir á leerlo en pleno campo, tendido sobre la yerba y a la sombra de un árbol. Porque temía más que el sol diera en las páginas del libro que no en su propia frente. Cuando el sol daba en las hojas del libro no lograba entender nada de lo que en ellas se decía; lo experimentó varias veces. Y, en cambio, ¿qué bien se reflejaba el sol en las hojas del árbol! ¿Con qué deleite bebían su luz!
Llegó al pie del árbol y se tendió á su sombra. Y ocurrióle lo que ya otras muchas veces, casi todas aquellas en que hizo lo mismo, le ocurriera, y es que se le quitaron las ganas de leer en el libro. Mi hombre era, sin duda, muy de su libro; pero acaecíale casi siempre dejarlo a la sombra del árbol, cerrado, con sus entrañas en tinieblas, y ponerse á mirar el campo, y el cielo, y las verdes hojas de los árboles iluminadas por el sol, y soñar, soñar, soñar, sin pensar en ilación ni en nada preciso.
Y estando así, fantaseando, vínele de pronto á la imaginación una idea – es decir, creo que fué una idea,- la de que el papel con que se hacen las cuartillas en que los pensadores y los sociólogos escriben y el papel en que se imprimen los libros y los periódicos se hace, á su vez, de una pasta que se saca de la madera de los árboles. Y que para poder publicar uno ó varios libros y periódicos se derriba un árbol, que rinde al suelo de golpe su cabellera verde; y para poblar unas cuantas bibliotecas y unos cuantos archivos se tala todo un bosque. Y vió con la imaginación abatido á tierra y deshecho y convertido en pasta aquel mismo árbol bajo el cual reposaban, él fantaseando, y su libro – el libro de que él era – sin fantasear nada. Y se le presentó al espíritu este problema: “¿Qué vale más, el árbol ó el libro?” Ya lo proclaman en la Puerta del Sol: ¡el papel vale más! Pero más que el papel, ¿no vale acaso el árbol? Porque esto es un problema, me parece.
Y como mi hombre sabía que todo problema, si ha de ser bien resuelto, debe ser presentado en forma matemàtica – pues la matemàtica es la ciencia pura,- planteóse el problema como uno de los máximos y mínimos, partiendo, claro está, de que el árbol y el libro son ambos útiles. Y se dijo: “Hay que obtener el máximo de libros y periódicos necesarios para la cultura con el máximo de árboles necesarios para la civilización, sin que se estorben; ó sea el máximo de libros con el mínimo de árboles, ó el mìnimo de libros con el máximo de árboles, y las tres fórmulas dicen lo mismo”.
“Es una pena – pensaba ya mi hombre – que para obtener un libro como éste haya que derribar un árbol como este árbol. ¡Triste sacrificio! Pero ¿vamos á quedarnos sin él libro? ?Vamos á quedarnos sin el árbol? ¿Para qué sirven los libros y los periódicos en un mundo sin árboles? ¿Para qué sirven los árboles en un mundo sin periódicos ni libros? Con los árboles se hace libros, es verdad; pero también con los libros se hace árboles. Pero ¿ de veras se hace árboles con los libros? ¿ Se hace árboles con periódicos?
Y en tanto que así pensaba á la sombra del árbol cuyas verdes hojas iluminaba el sol y las verdeaba, el libro seguía cerrado y con su interior á oscuras.
“Y si abaten y talan los bosques para poblar bibliotecas – siguió pensando mi hombre,- ¿ vamos a vivir á la sombra de ellas y vamos á convertirlas en sanatorios? ¡Ah, sí! ¡Cuántos viven á la sombra de las bibliotecas! Se les conoce en el color lívido de la cara, y…” Cerró los ojos para no seguir pensando, porque al llegar aquí se le ocurrió una idea terrible y tentadora, y es la de que esos que viven á la sombra de las bibliotecas están también lívidos por dentro, padecen de icterícia interior; enfermedad producida por el polvo de ellas.
“¿Y qué haríamos – prosiguió – para atajar el mal? Y entonces se le ocurrió una idea salvadora, pero terrible: la idea de que lo mejor sería desamortizar los archivos y las bibliotecas; seleccionarlos con rigor, y dejando, con implacable rigor, y dejando en ellos lo estrictamente necesario para la cultura humana, que es lo menos, llevar todo lo demás, es decir casi todo, á las calderas de las fábricas de papel y convertirlo en papelote, en pasta rediviva para nuevas emisiones. Y como mi hombre, aunque libresco, no era bibliñofilo, pensó con deleite en todo el cúmulo de ediciones raras y duplicadas, y triplicadas, y centuplicadas, que irían á la caldera para hacer nuevas ediciones cómodas, sencillas, claras y baratas, sobre todo baratas.
No; mi hombre no era bibliófilo ó bibliómano. No padecía de esa terrible enfermedad que implica las más ridícula y más absurda de todas las supersticiones. Mi hombre leía y el bibliómano no lee, ni aun cuando cree hacerlo. Si hubiera sido bibliómano no habría ido a echarse á la sombra de un árbol con un libro en la mano, ni habría dejado á éste sobre la yerba, con peligro de que lo ensuciara un sapo ó una sabandija. El bibliómano sabe que el campo es muy malo para los libros. Es para ellos, como la Naturaleza para el hombre madrastra, así él para los libros padrastro.
Y ocurriósele á mi hombre otra idea diabólica, y fué la de que con todo el papel que sobra en los archivos y las bibliotecas y que debe ir á las calderas de las fábricas para hacer con él papelote y nuevo papel luego, deberían ir también los bibliófilos y bibliómanos y echarlos allí y convertirlos en papel.
Después de muertos, ¡claro está! No vivos – esto sería una crueldad, por inútil, repugnante.- Basta con que vayan muertos. Un procedimiento de sepelio mejor que la cremación, sin duda, y que los bibliófilos habrían de agradecer. Y ¿cómo no? ¿Qué destino de ultratumba más noble para un bibliófilo que el de que su cuerpo sirva para hacer papel en que se impriman primorosos libros? Mas antes habría que desollarlos, como á San Bartolomé, para que sus pieles, bien curtidas, sirviesen para encuadernar y forrar los libros.
¡Y lo que valdría para los bibliófilos futuros un libro de un bibliófilo pretérito, escrito por él, conteniendo una elegía al sacrificio de las antiguas bibliotecas, impreso en papel hecho con las entrañas del autor mismo y encuadernado con su piel, curtida con la bilis de un erudito lívido!
Una leve duda, como ligera nubecilla, cruzó por la mente de mi hombre, y fué la duda de si el cuerpo humano serviría ó no para hacer papel; mas bien pronto cayó en la cuenta de que no se trataba precisamente de cuerpo humano, sino de entrañas de bibliófilo.
En esto sintió mi hombre un ruido insistente en el tronco del árbol en que apoyaba su espalda; observó y vió á un gusano que lo estaba royendo. “No sólo a los libros atacan los gusanos – pensó;- ¡también atacan á los árboles! Yo creí que sólo á lo muerto… pero, no, no, el libro no es muerto, y por eso el gusano le ataca. Y el árbol, ¡claro está! El árbol es vivo. Tan vivo, por lo menos, como el libro!… ¿Qué es más vivo, el libro ó el árbol? ¡Otro problema! Todo son problemas, ¡ay!
Diése a pensar en este nuevo problema; pero no acertaba á formulárselo matemáticamente ni en fórmula de máximos y mínimos, de economía, sin duda porque andaba en ello la vida. Y á la vida no ha logrado formularla matemáticamente ni siquiera Letamendi.
“Qué es más vivo – pensaba mi hombre.- ¿el árbol ó el libro? Hay árboles muchas veces centenarios; pero hay libros multicentenarios también. Se reproducen las ediciones de los libros; pero asimismo se reproducen las ediciones de los árboles.
Hubo árboles antes que hubiera libros, y acaso cuando acaben los libros continuarán los árboles. Y tal vez llegue la Humanidad á un grado de cultura tal, que no necesite ya de libros; pero siempre necesitará de árboles, y entonces abonarà los árboles con libros. O como hoy extraemos la hulla y los centenares de preciosos productos que de ella derivan de antiguos bosques enterrados, asi de nuestros libros, cuando ellos sean fósiles, se extraerá de una hulla libresca ¿ quién sabe? Tal vez el licor fatídico que acabe con el linaje humano. ¡Licor de libros fósiles! ¡Esencia de bibliotecas fósiles! ¡Licor de hulla libresca! ¡Qué terrible producto! ¡Qué formidable fósil embriagador!¿Ese habrá de ser el sobrealcohol que acabe con el sobre-hombre! ¡Si antes no se salva ahorcándose de un árbol!…”
Al llegar á este punto sintió mi hombre una gran sed de alcohol y levantándose recogió de sobre la yerba el libro y se encaminó hacia su casa. No había leído ni una línea tan sólo en sus páginas, que permanecieron á oscuras á la sombra del árbol; pero había leído en las verdes hojas de éste, iluminadas por el sol, y viendo á través de ellas el cielo.
(Escrito en El Escorial, donde junto á un hermoso bosque hay un Monasterio con una biblioteca de librotes antiguos, y donde tambiés está la Escuela de Montes con su biblioteca correspondiente.)
Article: “El árbol y el libro” de Miguel de Unamuno a Los Lunes del Imparcial del dia 7 d’abril de 1913, però extret d’un escrit del 22 de març de 1913, recollit en el tom IV de De esto y aquello.
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