
“Sovint, l’interès dels col·leccionistes rau en adquirir nombroses obres anàlogues, i per a ells, com és natural, l’important és completar la col·lecció. El còmic anglès Irving ha reunit una important quantitat de bitllets de teatre i la baronessa Burdett-Cutts, de Londres, nombroses edicions de Shakespeare en foli major. L’arxiduc Raniero, posseeix a Viena, una gran col·lecció de papirs que contenen obres en 10 idiomes, dels segles XIV a. de J.C. a la XIV de l’Era Cristiana. A Alemanya, el major nombre de biblioteques formades per bibliòfils es troba a Berlín. Arnold Reimann posseeix 5000 volums referents, en la seva major part, a la Reforma i a l’Humanisme; el conseller privat de justícia Robert Lessing, té 10.000 volums amb els escrits del seu avantpassat, el poeta Lessing, o d’obres sobre ell; a la biblioteca del baró de Lipperheide hi 5500 llibres d’històries de costums, 2460 volums-anys de revistes i almanacs de modes, així com també 30.000 dibuixos a mà; i en la de Dr. Eduardo Griesebach uns 5000 volums de literatura de tots els països.
Un valor més ideal és el que s’atribueix a les cartes i altres autògrafs procedents d’homes cèlebres. Aquesta classe d’escrits eren ja sol·licitats a França durant el segle XVI i a Alemanya no gaire més tard; per exemple, sabem de Camerarius, ambaixador als Països Baixos a la primera mitat de segle XVII, que col·leccionava cartes de personalitats importants, com Luter, Pirkheimer i altres, i encarregava als seus amics que les busquessin per a ell. En 1641, segons dades que apareixen en la seva correspondència, posseïa 350 cartes; en 1642 aquest nombre va passar de 500; les considerava com “un tresor especial que per després de la seva mort pensava llegar a una Acadèmia, perquè d’una altra manera es destruirien i perdrien”. Encara actualment es paguen grans quantitats per aquestes col·leccions de cartes; per exemple, les de Goethe a la senyora Stein, que poc després van ser venudes pels seus successors, han costat molts milers de marcs, i en època més recent, les cartes de Bismarck han donat motiu a moltes transaccions.
“L’escriptura i el llibre“, Dr. O. Weise, Labor, Barcelona, 1935 (3ª ed.); p.163-164.
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“ Estoy arrumbado en una esquina de un almacén que tiene el amplio portón siempre abierto, un almacén frío, con chatarra, básculas, una caseta desangelada, y la consabida prensa en la que un hombre manipula flejes e inservibles papeles y cartones con los que luego hace fardos que embala y transporta hacia la distante fábrica transformadora. Me acogotan facturas, revistas, periódicos, fundas, albaranes, bolsas, envoltorios, restos de archivos…, papeles de muchos colores, de distintas calidades, gramajes, tamaños y formas, todo ello olvidado, pese a su pretérita útil aplicación.
En el almacén, además del hombre había una mujer, y entre ambos se dardeaban mediante una conversación estúpida y sàdica. ‘Me das mi parte y me voy’. ‘Claro que te la doy’. ‘Son dos millones’. ‘Ni lo sueñes’. ‘Si no me los das, te denuncio. Yo quiero vivir mi vida, no convertirme en un ser despreciable como tú, un avaro. Quiero recorrer mundo’. ‘Sí, tú vas a ir a la luna, ya. Pero dos millones es poco. ¿ por qué no pides más por tu parte en el negocio?’. ‘Pediré cinco…’ Y así estaban horas y horas en un duelo necio que no conducía a ninguna parte, reiterando las frases un día y otro día, mientras el hombre llenaba la prensa, para apretar el papel de vez en cuando hasta formar el empacado fardo. Al principio las palabras que se decían me molestaban porque parecían de mutua ofensa – más por el tono que por su significado – pero luego comprendí que eran, para ellos, como un hábito del que no podían prescindir. Entre tanto, yo esperaba que de un momento a otro el hombre me atrapara en uno de sus apresamientos con ambos brazos, para

introducirme en el hueco de la prensa y aplastarme con el otro papel allí acumulado, de escaso valor. Y ello me apenaba, porque yo, como libro, había sido mimado durante mi larga vida desde que me imprimieron con primor, y me encuadernaron con laboriosa artesanía. Las letras se plasmaban en mi limpio y terso papel con una nitidez que el mismo Bodoni envidiaría. Siempre que yo llegaba a las manos de un buen aficionado a los libros, comprobaba su casi pasmo cuando me abría y admiraba la gráfica nitidez y limpieza de mi negra tipografía que, además, asombraba por su geométrica distribución, hasta el punto de que para muchas personas tanta importancia tenía mi texto como los blancos interlineales y marginales. Complacía, sí, reposar la vista en cualquier pàgina de mi cuerpo, y no en balde los curiosos se demoraban pasando las páginas con parsimonia y delicadeza, intentando comprobar una vez más la perfección con que me habían compuesto. ¿ Quién me compuso? Un obrero al que nadie cita. Figuran en mi el autor y el impresor, pero no el nombre del oficial que monótona y expertamente fue colocando las letras con paciencia y experiencia; además, él mismo continuaría realizando los menesteres de entintar las composiciones y tirar los pliegos tras hacer unas pruebas fehacientemente positivas. No regateaba el obrero su tesón, a pesar de que el dueño de la imprenta infravaloraba su quehacer; él tenía clase y sapiencia en su oficio, y de manera mecánico-sentimental realizaba su misión precisa y sobresaliente. Lamento su anonimato, porque los elogios prodigados sobre mí, los merecía aquel hombre probo y fiel, aplicado y silenciado, honrado y perito; sin embargo tales elogios siempre fueron dedicados al impresor cuyo nombre figura al pie de la portada, en promediada distribución con la nomenclatua de la calle, así como el lugar de residencia y el año de edición.
Del conte: “Seis memorias de un libro”, de Luciano Castañón, a Cuadernos de Bibliofilia, núm. 6 d’octubre de 1980, p.59-60.

