“ Quan encara anava a l’institut, aquestes barraques dels llibres vells ja eren una cosa coneguda. Aleshores les visitàvem sovint. Sortíem de classe a les onze, i fins a les dotze no havíem d’entrar a la classe següent. Ens quedava, doncs, una hora de no fer res. Amb els llibres de text sota el braç, enfilàvem la voravia atapeïda del carrer de Pelayo. Trencàvem Rambles avall, i, si el dia hi convidava, fèiem una llarga parada al mercat dels llibres vells.Seguíem la processó de les parades amb una gran parsimònia. Furgàvem com fures per les muntanyes de volums i de publicacions. Les obres importants no ens interessaven gens ni gota. ¿ Què ,’hauríem fet d’aquell Tractat de Filosofia o d’aquella Història de l’Art, en sis volums espessos com ima mala cosa…? Les nostres predileccions literàries eren més limitades i més arran de terra. Buffalo-Bill i Sherlock Holmes eren els nostres herois. També Raffles, el “ ladrón de guante blanco” que s’escapava que era un gust de les persecucions de la policia…”.
Article: “El Wall-Street dels llibres vells” per R. Font i Ferran a L’Opinió, del 10 de febrer de 1934.
“ Yo sabía de todos estos especímenes bibliomaniacos y de algunos más, pero he de confesar que hasta entonces desconocía por completo la existencia de bibliófagos. Después de todo, sin embargo, yo no podía asombrarme de la pasión bibliofágica a poco que me pusiera a reflexionar sobre ella. De modo que tomando el envite de Villerius, y con ánimo de quedar lo mejor posible, dediqué a aquel primer ycomprometido encargo varias semanas, en las que mi mente estuvo muy ocupada preparando todos los detalles. Tenía que cumplir el trabajo encomendado dentro del plazo fijado e improrrogable. El libro que tenía que encuadernar era una edición de la Rosamund Gray, de Charles Lamb. Dejáronme total libertad para hacerlo a mi manera y, en realidad, sólo me impusieron dos pequeñas restricciones: que la encuadernación no llevase nervios y que todos los ingredientes fuesen naturales y de primera calidad. Trabajé con ahínco, y cuando lo tuve listo vino a recogherlo un sirviente de Villerius, el mismo que semanas antes me había entregado en propia mano el ejemplar. El sirviente metió el libro cuidadosamente en un maletín que llevaba ex profeso para ello, entregóme un sobre con dinero – mucho más del que yo había imaginado -, díjome adiós y subió ligero a un cabriolé, desapareciendo presto de mi vista. No supe más de Villerius ni de sus consocios del Club hasta que al cabo de ocho días recibí una carta, firmada por el presidente del mismo, en la que se podía leer lo siguiente: ‘En nombre del Club y en el mío propio, tengo el gusto de felicitarle por su magnífico y sabroso indumentum. Estoy en condiciones de decirle que nunca habíamos probado un Lamb tan exquisito’. Aquel fue el primer trabajo que realicé para el Book-eater’s Club”.
“Las confesiones de un bibliófago” de Jorge Ordaz, Espasa Calpe, M, 1989, pp. 57-58.